Decía Maquiavelo en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio que «quien funda un Estado y le da leyes debe suponer a todos los hombres malos y dispuestos a emplear su malignidad natural siempre que la ocasión se lo permita». Es por esto por lo que muchos autores defienden que la postura de Maquiavelo respecto a la naturaleza humana es pesimista, ya que «los hombres hacen el bien por fuerza; pero cuando gozan de medios y libertad para ejecutar el mal, todo lo llenan de confusión y desorden». Así explicaba él la actitud de los patricios –la nobleza romana– en los orígenes de la República Romana. Tras el derrocamiento de la monarquía en el 509 a.C., los patricios se constituyeron sin ningún tipo de tapujos como la clase dominante de la nueva república. Así, tal y como nos explica Maquiavelo, «comenzaron a escupir contra la plebe el veneno que en sus pechos encerraban, ultrajándola cuanto podían».
Esto, sin embargo, no fue algo puntual ni específico de la república romana. Como bien nos indica Maquiavelo, «en toda república hay dos humores [clases], el de los nobles y el del pueblo», y esto implica que, siempre que puedan, los nobles (o los grandes, como también los llama de manera más general; en definitiva, la clase dominante) escupirán y ultrajarán al pueblo.
Esta constante histórica se sigue reflejando en nuestros días, y el veneno que escupen las clases dominantes sobre las dominadas ha ensuciado toda la historia, intensificándose en mayor o menor medida según la correlación de fuerzas entre estas. Así vemos, por ejemplo, cómo a partir de los años ochenta, con el debilitamiento del movimiento obrero y la disolución de la URSS, el capitalismo emprende una de las ofensivas más salvajes de las últimas décadas: el neoliberalismo.
La ofensiva neoliberal no es otra cosa que los escupitajos y el veneno que escupieron –y siguen escupiendo– los capitalistas a la clase trabajadora del mundo, ultrajándola cuanto pueden. Tras varias décadas de ataques constantes al conjunto del pueblo trabajador, de aumento de las desigualdades y retroceso de los derechos, nos encontramos con que esta ofensiva está tomando una nueva dimensión: el fortalecimiento de las posiciones ultra reaccionarias en el plano internacional.
Seamos claros: la bestia fascista es el último recurso del capitalismo para defenderse en momentos de debilidad, y sus garras amenazan con volver a hacer sombra en el mundo. La crisis de 2008 y en la que nos estamos sumergiendo actualmente han azotado con dureza a los trabajadores de todo el mundo, pero también a la pequeña y mediana burguesía, que se ven sometidas a un proceso de proletarización y empobrecimiento mientras el capital se concentra en los grandes monopolios.
Como bien sabemos, el capitalismo se regula en base a las crisis cíclicas que, en su fase imperialista, se producen cada vez con mayor frecuencia y mayor profundidad. Es ante estas situaciones, tras el estrepitoso fracaso tanto de la gestión neoliberal como de la socialdemócrata para encontrar una solución a las crisis sistémicas, que los discursos reaccionarios empiezan a ganar poder. Podríamos comprar el típico discurso moralista de que el fascismo –o las posiciones de extrema derecha– se cura leyendo. Dejando de lado el paternalismo y la supuesta superioridad moral de este argumento, lo que vemos es que este planteamiento pone su foco en la estupidez humana o en la ignorancia de la clase trabajadora.
Es fácil explicar la realidad y los fenómenos sociales en base a una «naturaleza humana» que presuponemos antes del análisis. Esto es lo que han hecho y siguen haciendo los teóricos políticos y «científicos» sociales, sea presuponiendo al ser humano como egoísta, malo, ambicioso, etc. (como es el caso de Maquiavelo, Hobbes, o la idea del homo economicus de la economía actual); o como bueno, amable y solidario (como es el caso de Rousseau o de los socialistas utópicos).
De esta manera, explicar la actitud de los capitalistas en su afán por seguir acumulando capital y aumentar la tasa de explotación es fácil: actúan así porque son egoístas; pero si no lo fuesen, el capitalismo funcionaría bien. Así, lo único que hay que hacer es educar a la sociedad con valores solidarios y empáticos para evitar estas actitudes.
Sin embargo, ya nos avisaba Marx en el prólogo de Una contribución a la crítica de la economía política de que «el modo de producción de la vida material determina el proceso social, político e intelectual de la vida en general», y por tanto «no es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia». En otras palabras: presuponer una naturaleza humana eterna e inmutable no tiene ningún sentido, ya que el ser humano no se puede entender de manera ahistórica, no se puede plantear un ser humano «perfecto» o «ideal» fuera de la sociedad.
Así, cuando Maquiavelo nos habla en El príncipe del «deseo de dominar y oprimir al pueblo» por parte de los «grandes», de las clases dominantes, realmente no está hablando de un «deseo» abstracto que responde al «egoísmo humano», sino que es un «deseo» concreto que responde a unos intereses materiales. Lenin nos lo explica claramente en El imperialismo, fase superior del capitalismo: «los capitalistas no se reparten el mundo por su particular maldad, sino porque el grado de concentración alcanzado les obliga a seguir por ese camino para obtener beneficios».
Es decir, los capitalistas no escupen su veneno al pueblo trabajador por ser «malas personas» o «egoístas» o cualquier otra cosa similar, sino que lo que hacen es, precisamente, defender y consolidar su posición de clase. El capitalismo se basa en la explotación, y el objetivo del capital es acumularse y concentrarse cada vez más, por lo que la tasa de explotación no hará más que crecer y crecer. Nos guste o no, estas son leyes intrínsecas al sistema capitalista, y si no las estudiamos, nunca podremos entender por qué el mundo funciona como funciona.
Tomás Ferreira Crubellati (La Plata, 1999). Hijo de uno de los muchos exiliados de la dictadura argentina, recoge el análisis crítico y el proyecto revolucionario. Argentino de nacimiento y catalán de adopción, estudia Ciencias Políticas en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona y se ha interesado en el estudio de la filosofía política y la historia. Entiende que la lucha se debe llevar a cabo día a día en los centros de trabajo, en los centros de estudio y en la calle, así como en el plano de las ideas.

Hijo de uno de los muchos exiliados de la dictadura argentina, catalán de adopción. Interesado en el estudio de la filosofía política y la historia. Cree que la lucha se debe llevar a cabo día a día en los centros de trabajo y de estudio, así como en el plano de las ideas.