Somos batallas ganadas, somos semilla en la tierra. Somos las ventanas de la calle, bailes de salón en la azotea…
Tu nombre – María Ruiz
Las caras cansadas de nuestras madres y abuelas son el retrato anónimo de la España que nos precedió, que no conocimos y que cuestionamos. Mujeres que en la España rural del franquismo dieron forma y vida al entramado de historias individuales y colectivas de un país anclado en el tiempo, herido de gravedad y profundamente dividido. Ellas, que fueron las víctimas de este país sangrante, fueron también el sostén y la esperanza del cambio dentro del cual nosotras nacimos. Por eso hoy les escribimos a ellas, a las olvidadas, a todas aquellas que con su vida cotidiana construyeron la intrahistoria.
Para entender este relato no pueden obviarse las múltiples brechas que han surcado y fracturado profundamente nuestra sociedad. Quizás una de las más patentes en las décadas de los 60 y 70 fuera la división entre campo y ciudad, que se puso en evidencia con el tránsito de una economía históricamente agraria de ámbito rural a una industrialización urbana que pretendía seguir la estela europea. Era, por lo tanto, la época del éxodo a las ciudades, de la creación de los grandes extrarradios metropolitanos en Madrid, Barcelona y Bilbao. Era la época, en definitiva, de unos sueños de prosperidad que aún sonaban por radio más que por televisión. Así, el éxodo rural es parte de la historia de millones de mujeres españolas que, solas o acompañadas, tuvieron que partir de cero lejos del campo que las había visto crecer, viviendo por primera vez la discriminación y la crudeza de las condiciones de la clase obrera en las ciudades. Descubrieron, con el paso de los años, que las expectativas de movilidad social para ellas no eran más que sueños.
Además, esta frustración social fue un buen caldo de cultivo para la acentuación de la violencia machista en el ámbito familiar sobre mujeres que, en muchos casos, llegaban a casa con una gran carga de violencia laboral sobre sus cuerpos. Y es que vivir en la ciudad no era barato y eran muchas las ocasiones en las que la mujer tenía que abandonar su rol del ama de casa fuertemente institucionalizado por el franquismo, para trabajar en el ámbito de los servicios del hogar para otras familias de mayor estatus social. Estas son las historias de barrio de miles de mujeres extremeñas y andaluzas, que aún resuenan en Alcorcón o Villaverde. Sin embargo, quizás fuera más dura la situación de aquellas inmigrantes que, siguiendo a sus maridos, se dirigían a Europa con la esperanza de hacer una pequeña fortuna en Alemania o Suiza para después poder regresar al pueblo con mejores expectativas. La realidad que las esperaba era que lejos del hogar, de la familia y con un idioma desconocido que ellas no aprendían porque su vida se reducía al ámbito doméstico, se fueron integrando en guetos que reproducían las mismas relaciones y opresiones que se daban en la incipiente España.
En el campo, por su parte, lo que se vivió en esa década y las venideras fue una despoblación, principalmente de la meseta central, que solo se veía compensada en el verano, cuando todos estos migrantes volvían a sus pueblos de origen. La vida de las mujeres en el campo no era diferente a como había sido en las décadas anteriores: fuertemente marcadas por la tradición, la falta de oportunidades y la escasa educación. La tradición, que impregnaba todos los ámbitos de la vida cotidiana, se veía de manera inequívoca sobre las mujeres en lo relativo al luto por la muerte de un pariente cercano. Un luto que podía ser mayor o menor en función de la cercanía del pariente pero que en algunos casos llegaba hasta el punto del encierro, la prohibición de encender la radio o no poder casarse. Esto se podía prolongar hasta más de 10 años, por lo que muchas parejas quedaron frustradas por el camino, quedando la mujer soltera y por ello, señalada socialmente. A su vez, el no cumplir el luto tenía también una reprobación social, sobre todo en las zonas más rurales del sur, por lo que no era fácil salir de dicha dinámica.
Por otra parte, la Iglesia Católica y la Sección Femenina de la Falange se encargaron de institucionalizar oficialmente el rol de la mujer en la sociedad y las expectativas que estas debían tener sobre la vida. Basándose en esta frase de Primo de Rivera “el verdadero feminismo no debiera consistir en querer para las mujeres las funciones que hoy se estiman superiores, sino en rodear cada vez de mayor dignidad humana y social a las funciones femeninas”, la sección femenina propugnaba un ideal de mujer como ángel del hogar, pilar de la familia y alejada de otras esferas sociales. En los talleres, cursos, y revistas formativas de la Sección femenina se impartían enseñanzas de corte y confección, cuidado del hogar, así como se realizaban tareas de auxilio social en orfanatos y hospitales. Fueron muchas las mujeres que militaron o asistieron a este tipo de formación, pues coser o bordar eran las oportunidades laborales más comunes y menos cuestionadas socialmente. No obstante, durante la década de los 60 en adelante, este organismo fue quedando cada vez más obsoleto, dado que los cambios económicos que se estaban produciendo en España necesitaban una apertura de miras social y organizacional. Esto fue lo que provocó el retorno progresivo de las mujeres a la universidad durante el transcurso de la década, en un goteo constante que se aceleró con la muerte del dictador y que ahora se encuentra paritario con respecto a los hombres. Las mujeres se fueron abriendo a las nuevas tendencias europeas, tanto culturales como sociales, perdiendo poco a poco la Iglesia católica el control de la moral oficial. Más adelante vendrían con la democracia logros históricos como la legalización del divorcio y la desaparición de la licencia marital para tener una cuenta bancaria o para conducir.
Claro está que la transformación de la mujer de esa época hasta la de nuestros días ha sido abismal. Ellas construyeron en silencio un tejido de enseñanzas y sobre todo, de esperanzas, que las mujeres de hoy no debemos dejar de valorar y tomar como legado. Disfrutamos de una vida propia, creamos nuestros propios sueños y los seguimos aunque a veces nos quedemos en el intento. Ahora tenemos una oportunidad mucho mayor que nuestras madres y abuelas, pero esperemos que nunca mayor que nuestras nietas. Solo en nosotras, en nuestra vida diaria, nuestra lucha política, nuestra participación social, está conservar y mejorar lo que obtuvimos gracias al esfuerzo de las que nos precedieron, tanto las que cuentan con un nombre en la historia como las que habitaron en silencio cada rincón remoto de este país.