Veinte partidos políticos se reparten los trescientos cincuenta escaños del Congreso de los Diputados. Con una fragmentación parlamentaria sin precedentes en nuestra democracia reciente, y la presencia de una extrema derecha fortalecida por esta segunda vuelta electoral, se podría decir (con evidente sarcasmo) que España, por fin, se asemeja a las dinámicas parlamentarias europeas.
No obstante, la investidura de Sánchez ha dejado en evidencia una particularidad que ya es toda una tradición en nuestra democracia: la necesidad de acuerdo con partidos nacionalistas. A priori, si la propia democracia se nutre del diálogo, esto no debería suponer problema alguno. Pero la realidad es que la dinámica parlamentaria se acumula en los mismos partidos y sujetos políticos. La cohesión que necesita el Estado para subsistir desaparece, y las deficiencias de nuestro modelo territorial se acentúan.
La semilla de los años noventa.
Creer que la idea de que esto no se podía prever sería faltar a la verdad. Si atendemos a la propia configuración del sistema electoral, es evidente que los partidos con gran peso regionalista o nacionalista salen muy beneficiados del mismo. Esto implica que el clásico enfrentamiento entre izquierda y derecha se ve ensombrecido por nuevas dinámicas políticas, las cuales promueven coaliciones y acuerdos poco coherentes y, en ocasiones, inestables.
Habría que remontarse a 1993 para encontrar los primeros acuerdos de competencia entre partidos nacionales y regionales. Con la caída electoral del PSOE, y a falta de más de quince diputados para alcanzar la mayoría absoluta, Felipe González garantizó su investidura con el apoyo de CiU y el PNV. Lo más curioso es que dicha investidura hubiera tenido el mismo resultado con el único apoyo de los diputados de Izquierda Unida, pero se prefirió el sostén del centro derecha con exigencias autonómicas y competenciales.
Sin embargo, no es hasta 1996 cuando se consolida el primer acuerdo formal con nacionalistas. El Pacto de Majestic, firmado por Aznar y Pujol, éste permitió la gobernabilidad de España y Catalunya de la mano de la derecha conservadora; pero también supuso la concesión de nuevas competencias a la autonomía que, años más tarde, serían caldo de cultivo para el secesionismo.
Del regionalismo al provincialismo.
La estabilidad económica y política de principios del siglo XXI ignoró las deficiencias del modelo territorial. Sin negar que la descentralización permitió un mejor desarrollo para algunas regiones claramente desfavorecidas por el centralismo franquista, el Estado de las Autonomías tenía sus fallos. El debate sobre nuevos estatutos y la relevancia de ciertos partidos históricos en un congreso con cada vez mayor presencia regional, advertían de la necesidad de una reconfiguración electoral y territorial. Sin embargo, no sería hasta el estallido de la crisis económica de 2008 cuando se hizo evidente el problema.
Las consecuencias son de sobra conocidas. Con infraestructuras abandonadas y presupuestos anuales que poco favor hacían a las regiones más desfavorecidas (la mayoría rurales y con problemas de despoblación), era cuestión de tiempo que el efecto regionalista, que caracterizó algunos pactos ya conocidos de la transición y la década de los noventa, se contagiara a otras comunidades y provincias. Las reglas del juego son las mismas, pero las últimas elecciones han dado lugar a nuevos actores que pretenden entrar en la partida para poner fin a la misma.
El enfoque de éstas, sin embargo, no es el mismo al que partidos vascos y catalanes nos tenían acostumbrados. A falta de una puesta en práctica de su discurso, nuevos partidos como Teruel Existe son un soplo de aire fresco, no solamente para su propia provincia, sino también para el medio rural en general. No es de extrañar que otras autonomías como Extremadura empiecen a plantearse la posibilidad de actuar en dicho juego, o que desde la izquierda andaluza se debata un rumbo mucho más identitario y nacionalista. El conflicto entre lo urbano y lo rural (una de las muchas consecuencias del sistema capitalista) sigue materializándose en un modelo territorial que no beneficia a gran parte de la población.
¿El fin de los partidos autonómicos?
El Congreso ha adquirido una nueva dimensión política. Se ha convertido en la cámara territorial, relegando al Senado al ostracismo político y haciendo del mismo una institución carente de sentido. No hay un sistema bicameral práctico más allá del aspecto jurídico, porque el sentido territorial del mismo se ha monopolizado en la Cámara Baja. En este contexto de inutilidad política, y ante una evidente congestión electoral, cabe preguntarse si no es hora de plantear nuevas fórmulas.
Con el anuncio de la segunda vuelta electoral, surgieron las primeras voces que apelaban por una reforma del artículo 99 para facilitar futuras investiduras. En principio, es una opción que deja fuera la necesidad de depender de partidos regionales y minoritarios, y la dinámica de favores entre el gobierno central y las autonomías de Euskadi y Catalunya, a priori, desaparecería. El problema es que los mismos motivos que dieron lugar a esta situación de inestabilidad seguirían sin resolverse; incluso, podrían quedar invisibilizadas hasta que otro contexto político o económico las hiciera estallar.
Querer equiparar plataformas como Teruel Existe, los movimientos regionales leoneses o partidos como Adelante Andalucía a la experiencia nacionalista vasco-catalana sería ceder ante una falsa idea de que la gobernabilidad no es posible. Pero la cuestión no es la falta de gobernabilidad, sino que esta depende todavía de dos grupos ideológicos cuyas exigencias están por encima de los intereses de clase, los cuales que se basan en una idea falsa de nacionalismo y autodeterminación que no es aplicable al contexto histórico y político de España.
Sea como fuere, las reglas del juego siguen siendo las mismas, pero nuevos actores hacen temblar los cimientos de nuestro modelo político. Plantear reformas electorales no resolverían dichas cuestiones, ya que la verdadera solución pasa por acabar con las diferencias socioeconómicas entre las autonomías, terminando con todo privilegio que genere diferencias entre las mismas. De no conseguirse dicho objetivo, seguiremos ante un problema que va más allá de garantizar gobiernos y facilitar investiduras. Estaríamos destruyendo uno de los pilares fundamentales de toda democracia: la igualdad.