La década de los noventa fueron años de gran bienestar para Occidente. El fin de la Guerra Fría supuso una inyección de orgullo para las democracias liberales. Se veía un futuro prometedor, lleno de optimismo y grandes oportunidades. Sin embargo, la alegría occidental pronto se desvanecería en la mañana del 11 de septiembre de 2001.
En poco tiempo, toda aquella ilusión puesta en el nuevo milenio se transformó en miedo. La libertad de la que gozaban las democracias occidentales se vio cuestionada en favor de la seguridad. Aquellos atentados, los más terribles jamás cometidos en el mundo occidental, protagonizaron las pesadillas de millones de ciudadanos, que veían cómo todas sus esperanzas desaparecerían, recibiendo el nuevo siglo con desconfianza e incertidumbre. No mucho tiempo después, aquel horror se materializaría de nuevo en dos atentados más: los del 11 de marzo en Madrid y el 7 de junio en Londres.
Permítanme una aclaración antes de continuar. No pretendo con este texto quitar responsabilidad a los grupos terroristas de tales atrocidades, pero sí me gustaría dar algo de culpabilidad a los gobiernos nacionales cuyas acciones pasadas formaron parte de ese germen que hoy alimenta el terror de millones de personas, y del cual todavía se aprovechan.
El 11 de septiembre no fue sino la consecuencia de varias acciones militares. La segunda mitad del siglo XX fue un periodo de relativa paz para Occidente. A diferencia de las dos guerras mundiales, los frentes militares de la llamada Guerra Fría se llevaron a cabo en lo que antes fueron antiguas colonias francesas y anglosajonas. La población occidental, aunque no era ajena a tales conflictos, vivía deslumbrada por el bienestar social y económico de aquellos años, algo que se consolidaría con la derrota de la Unión Soviética.
El impacto social que tuvieron los atentados contra el World Trade Center solo se explica a través de esa ceguera, esa irrealidad que alimentaba a las clases medias europeas y norteamericanas y cuya ignorancia les impedía ver todos los elementos que, de un modo u otro, formarían parte de aquellos atentados. Lo que hasta entonces era propio de países en guerra como Afganistán o Yugoslavia, ahora era un hecho real acaecido en el país más poderoso del mundo. ¿Cómo podía ser eso posible?
La guerra es un juego entre poderosos. El ideario colectivo surgido tras la II Guerra Mundial, especialmente en Europa, observa la guerra como un ataque directo a la población civil. El problema es que esa idea nos queda muy lejos. Es algo que solo se repite en el cine o en la literatura, es casi una ficción a la que no estamos acostumbrados más allá del recuerdo de nuestros abuelos. Pero la guerra sigue estando presente, aunque el tablero sea distinto. Es ahí donde el terrorismo ocupa su lugar como nueva estrategia de guerra.
No fue extraño, por tanto, que tras los atentados del 11 de septiembre se empezase a hablar de una Guerra contra el terrorismo, que en sí mismo sigue unas dinámicas muy similares a las acontecidas en la Guerra Fría. Los gobiernos occidentales no han hecho más que cambiar las reglas del juego, añadiendo nuevas trampas y estrategias y creando nuevos lazos de amistad frente a un enemigo que, en el pasado, pudo ser aliado. Porque el yihadismo que hoy es denunciado por los gobiernos de Europa y Estados Unidos, no hace mucho fueron sus aliados en su lucha contra el bloque soviético.
¿Dónde queda, pues, la dignidad de los ciudadanos a los que dicen representar? No existe. Tras esa idea poética de una nueva cruzada contra el terrorismo islamista, lo que hay son los mismos intereses económicos que determinan el devenir de los conflictos. El problema es que sus víctimas serán siempre civiles.
Creer que la responsabilidad tras el 11S, el 11M o los recientes atentados en Bélgica, Alemania o Francia es única y exclusivamente de los grupos terroristas que se adjudicaron tales acciones sería ignorar los intereses que subyacen en las dinámicas de poder entre los diversos estados que participan en esa lucha contra el terrorismo. El miedo alimenta a los poderosos; se aprovechan de la debilidad de sus ciudadanos, de su desamparo. No es de extrañar que tras los atentados del World Trade Center, la popularidad de George W. Bush mejorase no solo entre los ciudadanos norteamericanos, sino incluso en el continente europeo. Y actualmente también habría que señalar que la reciente popularidad de partidos de extrema-derecha europeos se debe, en parte, a ese miedo generalizado hacia el terrorismo. Por si fuera poco, el prejuicio y la xenofobia formarán parte de esa nueva oleada de discursos alimentados por el medio, y los inocentes que también temen por el terrorismo serán apartados de la sociedad al ser señalados bajo mentiras racistas.
Si se permite que el miedo campe a sus anchas en nuestra sociedad, será más fácil que la mentira y la violencia perdure en favor de la seguridad, olvidándonos con el tiempo de nuestra propia libertad, y entonces la democracia perderá todo su sentido de ser. Un pueblo aterrado es un pueblo dominado.