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LA AMÉRICA DE TRUMP SE CAE A PEDAZOS

 

El año empezó lleno de incertidumbres en la política estadounidense. El futuro candidato demócrata era todavía una incógnita, pero fuera quien fuera, no había duda de que Trump iba a ser un duro rival. La economía mostraba buenas señales, acababa de ser aprobado un nuevo tratado comercial entre Canadá, Estados Unidos y México, y las mayores preocupaciones de la comunidad internacional eran un posible conflicto armado entre Estados Unidos e Irán, y los fuegos que arrasaron Australia. Donald Trump, a pesar de ser uno de los presidentes más impopulares en la historia reciente del país, aún mantenía un notable apoyo en los llamados swing states – Florida, Pennsylvania, Wisconsin, Carolina del Norte, Arizona, etc. –. Todo apuntaba a una campaña muy reñida, resultando en o bien una reelección de Trump, o bien una ajustada victoria para los demócratas.

Casi ocho meses después, la pandemia del COVID-19 ha sobrecogido al país y al mundo en una tormenta invisible. De la noche a la mañana, todo ha cambiado. Joe Bien, exvicepresidente de Obama, es ahora el favorito para ganar la presidencia, liderando tanto a nivel nacional como en muchos de los swing states muy por encima del margen de error en las últimas encuestas. Estados como Texas, el mayor bastión republicano del país desde hace más de 40 años, muestran un empate técnico entre Trump y Biden, de acuerdo al agregado de encuestas. Pero ante estos datos, la cuestión no es plantearse que Joe Biden pueda ganar en Texas – lo cual sería un hito histórico –. En realidad, es una muestra de cómo la base de Donald Trump, que le llevó a la presidencia y le ha apoyado fervientemente durante estos tres años y medio, se está erosionando ante nuestros ojos.

Francamente, vista la situación, esto no debería ser sorpresa para nadie. Con casi 4.5 millones de casos y más de 150 mil muertes por coronavirus, la gestión de Trump de la pandemia no puede calificarse sino como una confusa y frustrante catástrofe.

Estados Unidos nunca decretó un confinamiento nacional. Cada uno de los cincuenta estados abordó la pandemia a su manera, con sus propias restricciones, cuarentenas y tiempos –. En muchos de ellos, incluso, muchas de estas medidas fueron delegadas a los condados, incluyendo la obligatoriedad de llevar mascarilla, o habilitar el interior de los restaurantes y otros negocios. El resultado es una pandemia que ha ido a destiempo: Nueva York ha sido en términos absolutos el estado peor afectado, pero ahora, con su curva de casos bajo control, los mayores brotes se han trasladado al sur: Texas, Arizona, Georgia, Florida – este último con una media de 12.000 casos por día, lo cual le convierte en uno de los peores centros del coronavirus de todo el mundo –.  Anthony Fauci, jefe del Centro para Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) y una de las máximas autoridades de la administración en la lucha contra el coronavirus, lleva en gran medida desaparecido de la escena pública los últimos tres meses.

Desde recomendar inyectar desinfectante en el cuerpo para tratar el coronavirus, a no recomendar llevar mascarilla hasta hace una semana, Donald Trump es un hombre que reniega o es incapaz de escuchar a los científicos que intentar asesorarle. Lo que algunos consideraron una broma, cuando en un mitin sugirió reducir el número de tests, se está convirtiendo en una realidad. Al Presidente de Estados Unidos solo le conciernen las elecciones de noviembre, y sabe que una pobre gestión del COVID-19 no le es favorable para su campaña. Desde el día de su inauguración, se ha acostumbrado a librarse de una crisis con otra, redirigiendo la atención de los medios de comunicación y los votantes a otros asuntos menos dañinos. Es algo que le funcionó en asuntos internos y sobre todo internacionales. Pero incluso él no puede deshacerse de algo tan grande y tan real como la pandemia que arrasa su país, cuyas muertes ya doblan las de la guerra de Vietnam, y cuyos casos diarios rompen récords incluso a día de hoy. Sobre todo, porque como bien sabemos todos, el coronavirus no solo ha afectado a la salud pública.

 

Trump jugando al golf en mayo, en plena pandemia. Fuente: La Vanguardia

La economía de Estados Unidos ha sufrido – y sufre – un duro golpe desde que buena parte del país se viera obligado al confinamiento. Desde el inicio de la pandemia, 46 millones de estadounidenses se han declarado en desempleo en algún momento, y algunas estimaciones sitúan el desempleo real en torno al 20% – máximos desde la Gran Depresión –. En el segundo trimestre del año, que comprende los meses de abril, mayo y junio, la economía se ha desplomado un 33% anual – un 10% en términos absolutos -. Sobra decir que este es el peor dato de la historia del país.

Detrás de estos números algo abstractos hay consecuencias, y muy reales, para la gran mayoría de estadounidenses. De la misma manera que se vio en ciertos rincones de Europa del sur, en las principales ciudades de Estados Unidos ha habido saqueos de supermercados y tiendas, y se está reportando una fuerte subida del crimen violento – tiroteos y asesinatos –. Un tercio de los hogares – 32% – no han podido pagar el alquiler de los meses de mayo, junio y julio.  Por si fuera poco, el 31 de julio expiraron las ayudas extra por desempleo de 600$, sin las cuales, muchos estadounidenses se quedarán sin ingresos de ningún tipo. De no cambiar la situación, hasta 28 millones de personas podrían enfrentarse a un desahucio. Ante la desesperación e inseguridad que campa de costa a costa, muchos han escogido por culpar – no sin razón – al hombre que habita en la Casa Blanca, entre otros.

En Florida, cientos de personas hacen cola para solicitar la prestación por desempleo. Fuente: New York Post 

Por supuesto, la incompetencia, la corrupción y el negacionismo son fuentes del fracaso de Trump y del partido Republicano para atajar esta crisis. Pero no hay que olvidar que hay un factor de daño autoinfligido. Si uno se para a pensarlo, esta podría haber sido la oportunidad de oro de Trump. Es común que, en tiempos de crisis, se cree un “efecto bandera” en el cual la inmensa mayoría de la población mira a sus líderes para reconfortarse en un sentimiento de seguridad, de que todo está bajo control. Por ejemplo, un mes después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, los niveles de aprobación de George W. Bush llegaron a máximos del 90%, y en 2004 ganó a su rival John Kerry por una mayoría aplastante. Si Donald Trump se hubiera tomado la pandemia con seriedad – o al menos lo hubiera pretendido – y hubiera decretado un confinamiento general, hubiera decretado el uso obligatorio de la mascarilla, y los republicanos hubieran aprobado un ingreso básico universal, Donald Trump tendría la reelección prácticamente garantizada.

Por ello, es importante tener en cuenta lo siguiente: que Biden esté por encima de Trump en las encuestas no se debe a los logros del exvicepresidente como candidato, sino a los fracasos de su rival en la Casa Blanca. Los votantes de Biden no le apoyan por el entusiasmo que este les genera, sino por el rechazo que Trump les provoca.

Por último, la crisis sanitaria y la crisis económica han desatado otra crisis, que no es precisamente nueva: el racismo institucional. Las protestas anti raciales de Black Lives Matter por el asesinato de George Floyd han sido masivas, y se han visto a lo largo del país. En su gran parte pacíficas, han sido respondidas  – qué ironía – con más brutalidad policial. En lugar del diálogo, el presidente ha elegido la confrontación, lanzando gas lacrimógeno y disolviendo a los manifestantes que se concentraron cerca de la Casa Blanca en junio, todo para hacerse una foto con la Biblia delante de una histórica iglesia en Washington, D.C. Ahora, en un movimiento para reprimir a sus detractores, Donald Trump decidió hace unos días enviar tropas federales a Portland, Oregón, donde se encuentra en estos momentos el apogeo de las protestas. Los manifestantes denuncian que los agentes federales no llevan un número de placa o identificación. Se han dado incluso testimonios de agentes vestidos de civiles metiendo a manifestantes en furgonetas sin identificación policial, llevándolos a localizaciones desconocidas. Allí son retenidos, en muchos casos sin cargos, y son liberados horas después. En ocasiones, sin embargo, sí se les presentan cargos, incluido el de resistir el arresto. Como si la respuesta humana al ver una furgoneta detenerse a tu lado, y media docena de hombres intentando meterte dentro a la fuerza, fuera colaborar amablemente con ellos. 

Una situación similar tuvo lugar en Nueva York hace unos días, en medio de otra protesta. La víctima en este caso fue una mujer trans, acusada de destruir cámaras de la policía. Ella, por fortuna, ya ha sido liberada, pero es remarcable cómo de rápido se están normalizando acciones tan distópicas como estas.

En Portland, las madres lideran las protestas antiracistas, haciendo un muro humano. Fuente: Los Angeles Times

Guardando las distancias, lo que se ve en las calles de Estados Unidos estos días nos recuerda a la Gran Recesión de 2008, junto a las movilizaciones tumultuosas de los años 60, junto a la gripe española de 1918, las tres enredadas unas con otras en un cóctel explosivo del que no se ve una salida a corto plazo.

Se dice, y con razón, que un Trump desesperado es un Trump peligroso. En estos momentos, el presidente de Estados Unidos se siente acorralado, con la amenaza de una derrota histórica a menos de cien días de las elecciones. No tiene un buen margen de maniobra para resolver la crisis económica, sanitaria y racial, que son precisamente los tres problemas que más preocupan a los votantes en este momento. 

Sabe que una de sus únicas posibilidades para conseguir arrimar una victoria en los colegios electorales pasa, entre otras acciones, por suprimir el voto. No es casualidad que en Estados Unidos registrarse como votante no sea automático – como en España – sino manual, con importantes diferencias de requisitos según el estado en el que vivas. No es casualidad que se haya opuesto desde el principio al voto por correo por ser “fraudulento”, y ahora esté insinuando aplazar las elecciones de noviembre. No es casualidad que, de la misma manera que en 2016, no haya confirmado a día de hoy que vaya a aceptar los resultados electorales – sean los que sean. 

Ante estas preocupaciones, la pregunta se vuelve un tanto alarmante: ¿cuán lejos está dispuesto a llegar Trump? ¿Desviará la atención a otros asuntos triviales? ¿Anunciará una investigación a Joe Biden por corrupción, para intentar socavar su popularidad? ¿Desplegará tropas federales el día de las elecciones para intimidar a los votantes? ¿Rechazará los resultados en caso de derrota? ¿Manipulará los mismos para darse la victoria?

Son ciertamente preguntas muy preocupantes que, en cierto modo, generan un gran malestar de tan solo ponerse a pensar en la respuesta. Solo el tiempo disipará la nube de incertidumbre que se cierne sobre el país. Pero debemos estar alerta. Porque si algo hemos aprendido de Donald Trump en lo que llevamos de su primer mandato es que se le ha subestimado, más de lo que nos gustaría, con terribles consecuencias.

 

Mario Buenaventura Misert ; estudiante de Ciencias Políticas y Estudios Internacionales en la Universidad Carlos III. Estudió un año en la Universidad de California. Si bien le apasionan la política estadounidense e internacional, su vocación es la escritura.

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