Fueron obvias las intenciones de Israel cuando la joven Netta alzaba el codiciado micrófono de cristal mientras gritaba al público “nos vemos en Jerusalén”. Amenazas de boicot, exigencias del gobierno sionista y la intranquilidad de una ciudad dividida fueron el billete para que el festival viajase a Tel Aviv y no a la capital (palestina) israelí. Pero ese revés no iba a acabar con los planes y la ilusión de un ¿estado? —Sí, llamémoslo así. Algún nombre habrá que ponerle al mayor triunfo del capitalismo postcolonialista, aunque no nos guste— que supo presentar su maletín a la reina del pop y esperó paciente su confirmación hasta la misma semana del festival. Israel tenía un objetivo: engañarnos. No lo ha conseguido. Ya nos hemos engañado nosotros mismos.
Dicen que el activismo no vive de opiniones, sino de acciones. Hatari, la banda representante de Islandia en Eurovisión, lo tuvo claro. En cuanto recibieron la puntuación del público, y la cámara los enfocó, se envolvieron en banderas palestinas. ¿Las consecuencias? Bueno, el tiempo las dirá. La EBU (o UER para el más puritano castellano) todavía lo está estudiando. De momento solo han recibido la reprimenda de uno de los organizadores israelíes del certamen. Tampoco fue demasiado sorprendente. Sus miembros se declararon públicamente anticapitalistas y antisionistas, así que era de esperar que su idea de viajar a Tel Aviv tenía unas intenciones más nobles que el simple hecho de cantar sobre un escenario. Lo de Madonna puede que sí haya sido más sorprendente, sobre todo tras haber querido desvincularse del conflicto y recibir las críticas de algunos compañeros de profesión. Ni siquiera un cambio rápido de cámara fue suficiente para tapar lo que acababa de enseñar. Europa lo vio. Todo el mundo lo hizo.
Para colmo de males, el festival ha supuesto un descalabro económico para la cadena pública israelí (la KAN) y la ciudad de Tel Aviv, con hoteles semivacíos y menos de la mitad de las entradas vendidas. No, tampoco Eurovisión ha supuesto un ingreso extra a las arcas de Israel, sino todo lo contrario. Veremos si el sionismo puede participar el año que viene.
Al margen de todas esas anécdotas que dejan aun más en evidencia al país anfitrión, quisiera centrarme más en el llamado boicot que, en pocas y contadas ocasiones, ha llenado las tendencias de las redes sociales. La acción se basaba en un gesto tan sencillo como coger el mando y apagar el televisor. No podemos saber si hubo mucha gente que de verdad compartió ese gesto. Las redes sociales parecen decir lo contrario, y la audiencia del festival no se ha visto afectada. Cierto es que, dado el funcionamiento de los audímetros en España, la acción más sencilla era inservible. ¿Valió su carga simbólica? No estoy seguro, como tampoco sé si el simbolismo sirve de algo a la hora de tratar temas tan complicados como cualquier lucha social.
Un gesto así no deja de ser, en parte, pura opinión. La expresión de aquello en lo que crees, mas no la acción que conlleva la resolución. En absoluto critico la acción simbólica, pues como medio educativo tiene un gran valor significativo, pero al mismo debe acompañar un gesto de verdadera eficacia. Sin embargo, la cultura occidental no nos permite aplicar la eficacia que tanto necesita. De hecho, hasta celebra el simbolismo y se enriquece del mismo. Es de todos conocido el emblema de la lucha palestina, la kufiyya (la supremacía blanca ya se ha encargado de cambiarle el nombre para occidentalizarlo), pero el uso de la misma por una persona criada en Europa no deja de ser un gesto de apropiación cultural que, por mucha buena intención que haya detrás, lo vacía del significado, también religioso, de otros pueblos hermanos de Palestina que también lo llevan. Detrás de ese acto en principio simbólico y positivo de llevar el famoso pañuelo palestino, existe un gesto de apropiación cultural en un sistema económico que se enriquece del mismo.
El capitalismo no es solo economía; se trata de una cultura a la cual estamos sometidos. Sin embargo, y aunque suene irónico, no deja de otorgarnos ciertos privilegios frente a sociedades orientales y postcoloniales. Nos hace ser el centro de nuestro propio mundo, siendo esclavos del individualismo y, a la vez, señores de la voluntad de aquellos a los que oprimimos. Nada ni nadie escapa de su influencia, ni siquiera la causa más noble. Puede que el ejemplo más cercano, y el que más se ha visto afectado sea el feminismo. Aquel que califican de liberal no es más que la cara amable de la que se beneficia el capital. No supone un sacrificio real. Es un discurso cercano con el que ganar unos cuantos votos o vender algún producto. Pero todos se sienten bien.
Apagar el televisor no es más que una limpieza de conciencia. La acción efectiva requiere de horas y verdadero sacrificio, porque mientras se intenta cargar de simbolismo algo que en sí mismo no tiene utilidad, las acciones cotidianas nutren el Estado Israelí. Depositar el dinero en el banco, comprar en un supermercado, en una tienda de ropa o, incluso, ir a ver una película pueden suponer una ayuda más o menos directa al ejército sionista. El capitalismo nos ha dotado de dos pecados: la arrogancia y la pereza. Una por la necesidad insana del ser humano de quedar por encima de sus semejantes; la otra, por la comodidad que nos supone el aburguesamiento occidental, donde un gesto sencillo nos libera de toda piedra moral, pero nos mantiene en la ignorancia de la consecuencia de nuestro consumo.
Miki no merece ser envuelto en vendas ensangrentadas porque no es culpable ni cómplice. Tampoco lo es quien solo disfruta de su programa favorito. Debemos ser conscientes de quiénes son los verdaderos culpables, y que en cada gesto cotidiano hay cierta complicidad con el poderoso, que sigue riéndose de una estúpida lucha de egos mientras la víctima llora al otro lado del mediterráneo.
No caigamos en la hipocresía. Es hora de quitarse la venda.