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EUROPA: Impulso o derribo

“La paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan.” Comienza así la Declaración Schuman, un discurso pronunciado en 1950 por el Ministro francés de Asuntos exteriores, Robert Schuman, en la que proponía un muy ambicioso objetivo, cinco años después de la Segunda Guerra Mundial: la creación de un organismo supranacional por parte de algunos países europeos, que controlase y pusiese en común la producción de carbón y acero.

Aunque limitada a un escaso número de países y ámbitos competenciales, la creación de la CECA (Comunidad Económica del Carbón y del Acero) supuso un hito histórico en una Europa hasta entonces dominada por los nacionalismos y las guerras. No sólo porque se acababan así las interminables disputas franco- alemanas por el control de las zonas mineras del Ruhr y el Sarre, sino porque supuso el germen de un proyecto mucho más grande y único en el mundo, como es la Unión Europea.

La construcción de una entidad política europea, desde entonces, no ha dejado de avanzar ya fuese bajo la CEE o la UE: aumentando los países miembros, aumentando los ámbitos competenciales, y construyendo progresivamente una soberanía europea que va quitando poco a poco espacio a las soberanías nacionales. Casi siete décadas después, podemos afirmar que Europa es una realidad cuyo resultado ha sido un aumento del nivel nivel de paz, de democracia y de bienestar para los ciudadanos europeos.

No obstante, es necesario hacer también crítica y revisar los posibles errores y vacíos en el proceso de construcción de la Unión, así como en la toma de decisiones en el seno de esta. La crisis financiera mundial de 2008 ha sido un mazazo para la confianza de los ciudadanos en la Unión Europea, entre otras cosas debido a las injustas (además de erróneas) políticas de austeridad dirigidas desde estas instituciones hacia los países fundamentalmente del sur de Europa, que causaron una mayor pobreza, un aumento del desempleo, y un y un claro retroceso en la protección social que ofrece el Estado del Bienestar. La crisis económica y, sobre todo, su mala gestión ha sido la primera de una cascada de crisis (sociales, de representación, políticas, humanitarias…) que han puesto en peligro el proyecto europeo: socavando los principios en los que se basa la Unión, rompiendo el marco de convivencia en el que Europa había logrado un nivel de desarrollo humano como nunca antes, y, a consecuencia de ello, incentivando una ola de reacción nacional-populista que pretende dar marcha atrás en este marco bajo la idea de que recuperando la soberanía estatal estaríamos mejor.

Sin embargo, a pesar de lo legítimo del malestar de esta con la política que se hace en las instituciones europeas, ¿podemos sostener con rigor que es deseable una vuelta a la soberanía nacional? Desde el punto de vista histórico es absolutamente insostenible: siete décadas de paz en una Europa consumida

por los nacionalismos avalan ampliamente la necesidad del proyecto europeo. Pero tampoco podemos olvidar el nivel de democracia, de libertades, de oportunidades y de desarrollo que sucedieron al inicio de este. Y tampoco tiene sentido el argumento desde el punto de vista del presente: en un mundo globalizado, la soberanía nacional se ha convertido en un absurdo, en tanto que no puede dar respuesta a problemas colectivos y globales que afectan por igual a todos más allá de las fronteras.

Por tanto, podemos concluir que Europa no es un problema. Pero esta constatación no puede llevarnos tampoco a la resignación respecto a estas instituciones bajo la excusa de que por muy mal que estemos, podríamos estar peor. Ello sería dejar de lado que existe un malestar social con una serie de políticas europeas que son percibidas (con cierta razón) como injustas y vergonzosas, y, que precisamente han provocado el surgimiento de esta ola populista antieuropea. Más que nunca en estos momentos, es necesario recordar las palabras de Schuman: «Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho». 

Debemos entender que Europa es un proyecto en proceso, una obra incompleta, y que nuestro reto y responsabilidad es completarla. Europa estará acabada en tanto que sea capaz de afrontar y dar respuesta a los problemas que se presentan a sus ciudadanos; con pragmatismo, pero con ambición; imponiéndose sobre las fronteras estatales en la medida que sea necesario y ampliando y abriendo las suyas propias a todos aquellos que compartan los objetivos y valores que inspiraron su creación. Pensar Europa de una manera distinta a esta es el mayor riesgo que amenaza hoy la política de los países miembros, porque si las instituciones no progresan al ritmo que lo exige la sociedad a la que son útiles, se acaban adormeciendo y extinguiendo. Por tanto, una segunda conclusión que podemos sacar es que debemos entender Europa como un proyecto de largo alcance que sea capaz de responder a las amenazas y retos que se presentan a las sociedades en ámbitos en los que el Estado nacional no les puede hacer frente.

Llegados a este punto, es posible que haya quien pueda objetar que esta visión es excesivamente complaciente con la Unión Europea, y que irreal, a la vista de cuál ha sido la línea marcada por sus instituciones en los últimos años. No ha sido esa mi intención, ni mucho menos. Sin embargo, creo que era necesario poner en contexto lo que este proyecto significaba; el objetivo progresista que ha tenido desde su creación, los riesgos que traería su debilitamiento en favor de los nacionalismos y la tremenda oportunidad que supone poseer un marco de actuación supranacional de estas características. Evidentemente, a la vista está que no han sido aprovechadas estas oportunidades, que se han causado finalmente más problemas y que la voluntad de profundizar en la unión es ínfima. Pero ello no puede determinar el fracaso de la Unión Europea. Tendría el mismo sentido que anunciar el fracaso de un Estado, una Comunidad Autónoma o una entidad municipal en base a una política errónea, injusta o impopular. Afortunadamente, el problema de Europa no es que esté acabada, sino que, por el contrario, está inacabada; y es necesario (como ocurre con cualquier otra entidad) una voluntad política que nazca en primer lugar de los propios ciudadanos, para que hagan de Europa el marco de convivencia que quieren.

Hacer una Europa que sea percibida en estos términos de cercanía por sus ciudadanos. Esta cuestión es central en toda revisión y profundización que se haga de la Unión Europea; mientras tanto el proyecto europeo no estará acabado ni podrá acabarse, y, por el contrario, será susceptible de ataques de todo tipo por parte de nacionalismos y populismos. Y es que no hay duda de que la crisis de representación que afectó a todas las instituciones y organizaciones políticas tras 2008, ha encontrado su chivo expiatorio perfecto en Europa. Mucho tiene que ver en ello su percepción como un organismo opaco, que tiene poco en cuenta a sus ciudadanos, y es excesivamente complejo y técnico como para que estos lo entiendan y entiendan las decisiones que allí se toman. También tiene que ver la falta de un demos europeo y una identidad nacional fuerte como tienen algunos países. Pero debe tenerse mucho cuidado a la hora de componer esta identidad, basándola en valores y objetivos universales más que en una esencia típicamente europea, que puede a la larga suponer un fuerte obstáculo para el avance del proyecto e incluso puede hacerlo retroceder.

Hoy se cumplen 69 años desde que Schuman pronunció su famoso discurso, y, sin embargo, las palabras del Ministro francés son a día de hoy, incluso más pertinentes que entonces. Porque nos recuerda que Europa surge como un proyecto de paz y solidaridad, que esta paz requiere un esfuerzo creador constante para hacer frente a los peligros que la amenazan, y que este esfuerzo debe materializarse en reformas concretas y continuas, pero con un claro y ambicioso objetivo final. Hoy en día, los peligros que amenazan a Europa son grandes y cada vez con más influencia dentro de esta, lo que causará enormes obstáculos a una reforma necesaria de sus instituciones. Inacción y reacción se retroalimentan constantemente; también el estancamiento, el olvido del espíritu progresista y los principios del proyecto europeo son los que han contribuido al auge del populismo euroescéptico. No podemos perder, por tanto, la perspectiva de la memoria colectiva europea; aquella que nos enseña que cuando Europa se ha mantenido unida y ha tomado conciencia de su papel en la defensa de la dignidad humana, la democracia, la igualdad y la libertad, el proyecto se ha mantenido a salvo y la sociedad ha ganado en justicia.

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