Enciendo la tele y vuelvo a encontrarme con monólogos bien aprendidos, unos cargados de grandes palabras que no dicen nada, discursos de ruido y agitación, pero vacíos. ¿Por qué pasa esto? ¿Por qué parece que en todo ámbito público, más aún en la política, solo importa que las palabras suenen muy fuertes y agiten a quienes las oyen? ¿Y si esto fuese, a fin de cuentas, un signo más de una época dominada por las apariencias y los espectáculos? Si fuese así, entonces quizás debamos atender a qué tiene que decirnos la estética sobre su relación con la política.
Pese a lo que mucha gente suele pensar, el término “estética” no atiende solo a cuestiones de belleza física, sino que en realidad es una rama muy importante de la filosofía que indaga en el sentido y manifestación de la belleza, tanto sobre lo que es como sobre el efecto que puede tener en quien observa. No es de extrañar que este ámbito de la filosofía se asocie fácilmente a un estudio filosófico del arte, aquel centrado en investigar los efectos de una obra en los individuos o directamente preguntarse qué es el arte y en qué términos se da una relación entre obra y espectador. Autores muy reconocidos han dedicado un gran esfuerzo al estudio de esta rama buscando encontrar una explicación al comportamiento de la persona frente al arte, como Hans-Georg Gadamer, quien entendía esa relación en los términos de un “juego”. También hay varios autores que se han centrado en la reflexión sobre la experiencia del individuo al toparse con la belleza natural, aquella que reside en nuestro entorno y no simplemente en un trabajo humano, en lo que cabe destacar a Immanuel Kant. No quiero menospreciar tampoco la labor de grandes autores como Nietzsche, Deleuze o Foucault, quienes trabajaron de cerca la figura del autor o del artista. Concretamente Gilles Deleuze tiene en su bibliografía un estupendo trabajo sobre la figura de Francis Bacon, una obra de lo más recomendable para aprender tanto sobre estética como sobre filosofía en general.
Ahora bien, durante mucho tiempo se ha entendido que la estética ha de limitarse solo a eso, a un estudio de la belleza o, en un caso más concreto y acotado, al estudio filosófico del arte. No quisiera dar a entender que otorgo demasiadas pretensiones a esta rama de la filosofía, pero considero que esta acotación ha sido no solo un grave error para la estética en sí, sino también para otros muchos ámbitos que la rodean y que, a causa de esta perspectiva tan reduccionista, han perdido el rumbo en muchas cuestiones. Este es el caso, concretamente, que me ocupa hoy: la relación que hay entre la política (o filosofía política) y la estética.
Quienes ya hayan jugueteado en alguna ocasión con las ideas de la estética y su relación con la política pensarán que a lo que me estoy acercando es al debate sobre la relación entre ética y estética. Dicha cuestión atañe a una doble vertiente: por un lado se cuestiona si hay un valor ético en la estética, mientras que por otra parte se plantea si hay un valor estético en la ética. En otras palabras, la pregunta sobre si encontramos belleza en los valores que consideramos más cercanos a la idea de Bien o si en el arte han de primar ciertos valores éticos para que podamos hablar de Belleza. A lo que deriva este debate es a la búsqueda y exaltación de una relación casi platónica entre las ideas de Belleza y de Bien. No obstante, pese a lo interesante que pueda parecer (y, de hecho, es), este no es el debate sobre el que pretendo expresarme en estos momentos. En realidad, a lo que me quiero acercar es a una cuestión mucho más práctica y de suma relevancia tanto para numerosos discursos como para debates sobre la política en la actualidad.
Antes de nada, me gustaría reafirmar una idea expresada anteriormente. La estética como estudio filosófico no se queda ni puede quedarse única y exclusivamente en el dominio de la belleza o el arte, sino que es capaz de ir mucho más allá, elaborando un análisis profundo y variado sobre la antropología del espectador y el mundo que le rodea. Concretamente, la cuestión de qué significa ser espectador tiene un gran valor social y político en la actualidad, pues el individuo ya no puede escapar de dicha posición. Entonces, ¿qué es ser espectador? Quizás en otros tiempos el espectador fuese alguien que en sus ratos libres atendía a una función o se acercaba a una obra, pero, actualmente, teniendo en cuenta que vivimos en una sociedad rodeada por completo de imágenes, son espectadores todos y cada uno de los individuos contemporáneos que viven en el primer mundo.
La imagen (término que acabamos de ver en el párrafo anterior) es otro concepto que la estética trata y es de gran importancia actualmente. Toda imagen puede considerarse una representación de algo, teniendo muy en cuenta que ese “de algo” implica una referencia al objeto del que parte, por lo que en realidad no deja de ser una mera copia o ilusión. Las redes sociales, por ejemplo, nunca nos muestran realmente las vidas de las personas a las que seguimos, sino unas representaciones (imágenes) manipuladas en mayor o menor medida de lo que sus vidas son. ¿A quién no le ha pasado que ha sentido envidia al ver la foto de una playa paradisíaca cuando un amigo o amiga la sube a su cuenta para, al poco tiempo, descubrir que la realidad era bien distinta? También debemos mantener una mente abierta con las acotaciones que puede sufrir el término “imagen”, pues un deseo generado a raíz de un anuncio también puede acogerse bajo el mismo fenómeno. No son pocos los espacios publicitarios en los que se nos pretende crear una imagen mental que asocie un producto concreto con un estilo de vida en mayor o menor medida deseable. Un claro ejemplo lo encontramos en los clásicos anuncios de un automóvil en los que se busca que el espectador asimile esa marca y modelo de vehículo con un estatus social o incluso lo considere el camino para alcanzar la felicidad.
Pues bien, teniendo en cuenta que todos y todas por igual nos hemos visto convertidos irremediablemente en espectadores constantes al estar siempre rodeados de imágenes, llego a la conclusión de que la estética cobra un valor esencial tanto en el debate social como el político. Quizás la relevancia social sea de lo más visible, pues implica cuestionarse si la persona asume un papel activo como espectador y qué efectos tiene dicha situación tanto a nivel individual como colectivo. No obstante, quiero detenerme un poco en la cuestión política y explicarla mejor, ya que puede no parecer tan clara como en el ámbito social.
Como se ha asumido antes, que actualmente la realidad se encuentra dominada por imágenes y añadiendo que estas a su vez no son más que representaciones de algo, considero posible llevar esta perspectiva hacia una crítica del discurso político actual. Concretamente, el hecho de que la representación se haya erigido como norma implica, al mismo tiempo, que lo haya hecho la apariencia. Dicho esto, existe un fuerte peligro en la política de que nos aproximemos al valor de lo aparente y espectacular, es decir, a un estilo que pueda parecer asombroso pese a estar vacío. Gracias a esto, se logra transmitir la representación de algo que, en realidad, es falso y que sería mucho más difícil lograr genuinamente. En otras palabras, ya no es tan importante ser verdaderamente honesto como ser capaz de transmitir esa imagen a la masa de espectadores en la que se ha convertido el grueso de la población.
La cuestión se vuelve la siguiente: la estética, entendida como un estudio del espectador y su relación con el mundo de imágenes que le rodea, tiene ahora la tarea de indagar sobre la conducta del individuo y su lucha contra esas representaciones. No importa solo si el individuo es un espectador o no, ya que eso parece inevitable, sino si su comportamiento es activo o, en cambio, es totalmente pasivo y acepta todo lo que se le ofrece sin más. La estética se convierte en la herramienta más poderosa para indagar en el sentido y trasfondo de estas imágenes y juzgar si esconden una lógica coherente o si, cayendo en el juego de la apariencia, no esconden ninguna razón de ser tras de sí. El gran papel de la estética en la política puede decirse que es la diferenciación entre lo que es una imagen y lo que genuinamente es.
Pero ¿por qué es la estética la más indicada para esto? Aquí no quiero detenerme demasiado, pues una respuesta detallada daría para un libro entero, pero sí diré lo siguiente: si asumimos que las apariencias buscan atraparnos con una “superficie” atrayente, pero completamente vacía por detrás, entonces la mejor herramienta que podemos poseer para combatirlas es un estudio que investigue aquellos objetos que provocan efectos, a quienes los reciben y la naturaleza misma de dichos efectos. En otros términos, la mejor forma de hacer frente a las apariencias es con una estética bien construida, tanto para nuestra situación social como para cuestionarnos los diversos mensajes políticos que nos llegan.
Creo que no cabe más que afirmar entonces que, en un mundo en el que nos vemos rodeados y acosados constantemente por apariencias, uno en el que cualquier individuo se ve transformado en un espectador de la vida moderna, la estética no ha de ser considerada un rol minoritario y acotado al discurso sobre arte o la idea, casi platónica de nuevo, de Belleza. Para atender realmente nuestra época como se debe y hacer un discurso político con fundamento, alejándonos de los peligros de la representación, del espectáculo vacío o de la simple apariencia, entonces debemos hacer acopio de todas las posibilidades estéticas que nos permitan romper con las apariencias y poder así ver a través de ellas, lo que esconden. La filosofía (y en este caso la estética) es como decía Michel Foucault: una caja de herramientas. Ahora más que nunca es cuando debemos recuperar esta función y dejar que la estética recupere esa tan ansiada relación con la política.
Alejandro J. Ortiz Román (1998). Graduado en filosofía por la universidad de Málaga. Tras terminar sus estudios y como consecuencia del desarrollo de su trabajo de fin de grado, se interesa en gran medida por la reflexión sobre las prácticas artísticas y su rol social en la actualidad. Además, concibe que en estas manifestaciones no nos encontramos únicamente con un tema de relevancia política o social, sino con uno de los temas más relevantes para comprender el papel del individuo frente a una realidad en la que las referencias de antaño se han difuminado hasta desaparecer.