No son pocos los que claman que el conocimiento les hará libres, que este “antídoto” contra la ignorancia les abrirá los ojos a una nueva perspectiva del mundo. Sin embargo, son precisamente estos individuos quienes tienden a caer en la trampa de cerrarse a un pensamiento estático. No nos faltan ejemplos de esta presuposición en nuestra vida diaria, como la clásica, y no por ello menos molesta, afirmación: “si piensas X es porque no has leído lo suficiente”. Esta frase es un testimonio directo de la idea que veíamos al principio, asume que si la persona está coartada o condicionada por un halo de ignorancia, entonces la solución pasa, sí o sí, por el estudio. Pero, ¿cómo sabe mi interlocutor, en el caso de que me lance tal afirmación, que yo no he sopesado mis ideas o que no son fruto de varias jornadas de reflexión? Lo que pretendo plantear con dicha pregunta es que la relación entre el conocimiento y el trabajo intelectual guarda en su interior varios puntos sin resolver, pues presupone, demasiado a la ligera, que dicha relación entrañará una liberación en la persona.
Principalmente, hay algo que parece no tenerse en cuenta cuando se afirma el poder liberador que tiene el desarrollo intelectual: el peso que las ideas poseen. No pongo en duda que la lectura, la reflexión o el trabajo intelectual puedan dotar a la persona de una perspectiva más elaborada y enriquecida, mas también es cierto que dicho desarrollo va acotando a la persona a ciertos esquemas. Me refiero en todo momento a las propias ideas que los individuos han ido adquiriendo, que pueden tornarse en contra de quien las trabaja si esta persona no se cuida en su labor.
Con bastante frecuencia, cuando alguien consagra su vida al estudio de un tema, dedicándole arduos y largos años a la argumentación de ciertas verdades que cree poseer, resulta verdaderamente difícil mover a esa persona fuera de sus esquemas o de su “zona de confort”. Por ejemplo, pensemos en un individuo que, tras años de estudio político, considera el anarquismo filosófico como la máxima realización de la libertad humana. En este punto, esa persona sería, posiblemente, totalmente estática en lo referente a sus ideas, es decir, no consentiría ni aceptaría ningún otro argumento como válido si este se separase de su línea de pensamiento. ¿Qué es lo que nos encontramos a raíz de este ejemplo? Sencillo, este individuo, más que alcanzar libertad a través del conocimiento, se ha quedado atrapado bajo el peso de sus ideales.
El conocimiento, si es apilado como una montaña de libros leídos uno tras otro, se vuelve una losa difícil de mover y que, además, no somos capaces de juzgar objetivamente. Esto, aunque pueda parecer un paradójico problema exclusivo de académicos enclaustrados en sus teorías, es un problema mucho más vivo y pernicioso para nuestra sociedad de lo que pensamos. El ejemplo que he propuesto ilustraba la cuestión llevada a su extremo, pero sucede lo mismo con quienes no tienen desarrollada su capacidad crítica. Los ideales están muy bien y son realmente necesarios, pero no sirven de nada si se aplican como dogmas -cuya diferencia radicaría en que el dogma es siempre aceptado de forma incondicional e irreflexiva, mientras que los ideales están sujetos a cambio o desarrollo-, algo muy recurrente en ciertos ámbitos sociales. Suele suceder que personas realmente instruidas tienen por bandera una ideología, sea cual sea, y son incapaces de ver más allá de lo que esta les permite. En política, por ejemplo, puede resultar realmente peligroso que ciertos grupos o individuos no tengan una visión más allá de sus propios ideales, pues esto, más que nutrir el diálogo, lo rompe. Y, seamos sinceros, en muchas ocasiones vemos cómo políticos de nuestro país, sean del partido que sean, pierden la oportunidad de alcanzar un acuerdo beneficioso para sus votantes -y no votantes- por el mero hecho de ceñirse a sus dogmas.
Las ideas para ser fructíferas han de ser tomadas con cautela. ¿Qué quiero decir con esto? Simple y llanamente que no debemos tomarlas demasiado en serio. Siempre es necesario mantener cierta distancia con nuestras creencias, más aún si tenemos que defender intereses sociales ajenos a los nuestros individuales o, como es el caso de muchos académicos, tener una perspectiva crítica sobre ciertas teorías. Manteniendo esta distancia no solo logramos ver más allá de lo que estas ideas nos permitían, sino que, además, podemos permitirnos el lujo de revisar nuestras propias creencias y, si lo hacemos correctamente, desarrollarnos aún más intelectualmente.
En cierta forma, sí pienso que el conocimiento puede hacernos libres, pero solo si somos capaces de no apegarnos afectivamente a dichos conocimientos. Adquirir devoción por lo que pensamos hasta el punto de la veneración es, ni más ni menos, que una reducción en la libertad del individuo. Hay pocas cargas tan pesadas para una persona como sus propias creencias; no obstante, tampoco hay que atribuir esta carga única y exclusivamente a los intelectuales, sucede igual con cualquier individuo. Existe una imperiosa necesidad de desarrollar nuestra capacidad crítica si queremos realizar plenamente nuestras libertades individuales, políticas e intelectuales, pero para ello hay que mantener algo en mente: nunca hemos terminado de desarrollar nuestras capacidades.
Si aquella persona que ponía de ejemplo al principio, tras años de estudiar y defender el anarquismo filosófico, encontrase que se ha estado equivocando todo ese tiempo y empezara a defender una idea opuesta, no sería algo reprochable. No nos faltan ejemplos notables en la historia de nuestra literatura, como Valle Inclán, quien fue un devoto carlista en su juventud y se acercó al anarquismo a la vejez. Quien es capaz de juzgarse a sí mismo y poner en juego sus propias convicciones con tal de llegar a ser mejor, ya sea reafirmando lo que ya pensaba, repudiándolo o retocándolo, es alguien que ha alcanzado una libertad intelectual más que admirable.
Como decía Albert Camus en El mito de Sísifo: “[…] sentirse en adelante lo bastante ajeno a la propia vida para acrecentarla y recorrerla sin la miopía del amante, ahí está el principio de una liberación”.
Esta debería ser, a juicio personal, la meta de todo aquel que busque el verdadero conocimiento, sea cual sea su condición social e individual: ser libre de sus propias ideas. De otro modo, si fuésemos como el amante, incapaz de perder de vista la mirada de nuestras convicciones, estaríamos condenados a una ignorancia ilustrada.
Alejandro J. Ortiz Román (1998).Graduado en filosofía por la universidad de Málaga. Interesado en la reflexión sobre las prácticas artísticas y su rol social en la actualidad. Concibe que en estas manifestaciones no nos encontramos únicamente con un tema de relevancia política o social, sino con uno de los temas más relevantes para comprender el papel del individuo frente a una realidad en la que las referencias de antaño se han difuminado hasta desaparecer.