La situación a la que nos enfrentamos hoy, a nivel global, pone de relieve, entre otras muchas cosas, la importancia de las relaciones sociales y económicas, que podrían cambiar tras la expansión del denominado COVID-19.
Su origen, en la región de Wuhan (República Popular China), inició una alarma de la que pronto se hizo eco la prensa local china, pero que no se convirtió hasta pasado un mes en una noticia a nivel global, a la vez que comenzaba el colapso debido a la llegada masiva de afectados por el virus a unos hospitales que no podían estar preparados para semejante avalancha.
Mientras China se ponía a la vanguardia de las medidas en materia sanitaria y de seguridad ciudadana. La comunidad internacional empezaba a debatir cuál podría ser el tratamiento más adecuado a los infectados y las medidas de protección necesarias para evitar su propagación, comenzábamos a oír la, ya experimentada por todos, palabra confinamiento.
Pero, como de costumbre y pecando de egocentrismo, la verdadera alerta se inicia cuando el virus traspasa fronteras y llega a Occidente, Italia. A inicios de marzo, la Europa que se pensaba intocable se convierte en foco de una pandemia desconocida. Atrás quedaba la indiferencia inicial con la que los gobiernos europeos observaban la realidad que se vivía en Asia.
Con ello, los Estados europeos comenzaron a ponerse manos a la obra. Italia procede a organizarse internamente y evaluar con rapidez las formas más racionales de enfrentarse a la amenaza, mientras su población continuaba su rutina desconocedora de la gravedad de la situación. No fue hasta que la expansión en el norte obtuvo la suficiente magnitud que comenzaron a aflorar la responsabilidad y el civismo.
Mientras tanto, en España, lo que se consideraban “casos aislados” se extendían cada vez más, dando paso a unos primeros momentos de histeria, que dejaban imágenes que reflejan el consumo masivo de bienes de primera necesidad (el ya risible papel higiénico) mientras las autoridades trataban de elaborar planes sanitarios y estratégicos, para lo que llamaremos segunda fase de la pandemia del coronavirus: el aislamiento.
Todo fue cerrando; restaurantes, cines, comercios, hoteles e industrias. Los despidos, ERES y ERTEs se volvían el pan de cada día. Y en la mentalidad de los ciudadanos fue asentándose la idea de que la parálisis temporal de la rutina había llegado. En principio por 15 días.
Desde entonces, cada día, vecinos a lo largo de todo el país salen a sus balcones a aplaudir a los que con su labor diaria, contribuyen a la sanación y prevención de la enfermedad. Los únicos momentos de esperanza que se pueden apreciar en el confinamiento son los instantes de solidaridad espontánea y unidad, reconfortándonos ante lo desconocido. Con este parón, nuestros patrones de conducta, nuestras formas de afrontar el día a día, se transformaban en una silenciosa vida en casa. Por suerte las redes sociales y los avances tecnológicos nos permiten de la mejor manera posible continuar en parte nuestra vida social. Solo queda esperar, no solo a que pase el tiempo, sino a que no se olviden las bondades que en estos tiempos estamos viviendo.